Por Eduardo Balestena
Rusalka, ópera en tres actos (1901)
Música: Antonin Dvorak
Libreto; Jaroslav Kvapil
Dirección musical: Julian Kuerti
Director del coro estable: Miguel Martínez
Elenco: Rusalka, Ana María Martínez (soprano); Príncipe, Dmitry Golovnin (tenor); Vodník, Ante Jerkunica (bajo); Jezibaba, Elisabeth Canis (mezzosoprano); La princesa extranjera, Marina Silva (soprano); Ninfa del bosque 1, Oriana Favaro (soprano); Ninfa del bosque 2, Rocío Giordano (soprano); Ninfa del bosque 3, Rocío Arbizu (mezzosoprano); Guardabosque, Sebastián Sorarrain (barítono); Niño de la cocina, Cecilia Pastawski (mezzosoprano).
Orquesta y Coro Estable del Teatro Colón.
Dirección de escena: Enrique Singer
Diseño de escenografía y vestuario: Jorge Ballina
Diseño de vestuario: Eloise Kazan
Diseño de Iluminación: Víctor Zapatero
Diseño coreográfico: Franco Codelago
Teatro Colón de Buenos Aires, 14 de noviembre, hora 20.
Nutrida de las mejores posibilidades de los elementos que la forman, Rusalka es también, o quizás más que nada, un testimonio de que la música todo lo puede; un credo, el de la música por la música en sí, que Dvorak parece haber profesado toda su vida y llevado a una de sus expresiones más absolutas.
Una música de gran riqueza, un drama sólido que es a la vez simbólico y una concepción de la voz como aquello capaz de hacer “real” a un mundo fantástico. Ese mundo fantástico, plasmado en la voz, suscita sentimientos humanos, reconocibles, íntimos y desgarradores.
Un lenguaje específico
No sólo es el gran sinfonista, autor de obras tan inmensas como universales (La sinfonía nro, 7; el Cuarteto Americano; El concierto para cello, por nombrar, mínimamente, hitos de los más altos de su producción) el lenguaje operístico del gran compositor checo guarda similitudes y diferencias con el de poemas sinfónicos, como La bruja del mediodía.
La función de la música –que nunca renuncia al acervo checo- cambia según las necesidades dramáticas: acompaña la línea de canto (como en el largo pasaje inicial de las ninfas con el rey de las aguas); establece una diferencia en otras intervenciones vocales para subrayar un clima (nuevamente en la intervención del rey de las aguas luego del pasaje con las ninfas). Los timbres netos, como el de las arpas, subrayan intensidades, brindan colores; como flautas y cuerdas, dan un respiro a la indeclinable intensidad dramática. Anticipan climas en intervenciones que sucederán y, las más de las veces, el sonido, a la manera wagneriana, resulta de la confluencia de distintos timbres y colores en largas frases que modulan a tonalidades lejanas. Clarinete bajo; maderas; cuerdas: revelan a veces una intención, no enteramente explícita, confieren un color, en motivos identificables con situaciones y personajes.
La música tiene una innegable función narrativa y a la vez connotativa, lo cual demanda una gran exactitud en el manejo del todo, ya que nunca se encuentra divorciada de la voz. Nunca la acompaña simplemente sino que le brinda un marco, la intensifica, la recorta o la funde en un todo.
Es, en este sentido, una obra que demanda una gran exactitud: discurre en un tejido cerrado, cuya fluidez depende de la correcta modulación y progresividad de las distintas frases y sus cambios de intensidad y en un sentido que debe ir asociado permanentemente a la voz.
Tanto la marcación del maestro canadiense Julian Kuerti como el desempeño de la Orquesta Estable, en un amplio dispositivo –los metales, por ejemplo, con sus intervenciones en los bellos acordes de los cornos y de trombones y tuba- plasmó acabadamente la amplia paleta de colores de una partitura muy demandante y logró además una muy efectiva proyección del sonido.
Las voces
La destacada soprano Ana María Martínez, con su metal delicado y bien timbrado, no mostró un volumen amplio y su emisión resultó oscura, particularmente en el registro medio y no ahondó en los matices del canto de un personaje al cual la acción obliga a amplias intervenciones sin cantar –en el segundo acto- uno de los momentos más efectivos actoralmente, donde, sin palabras, pudo plasmar la desesperación del personaje.
Ante Jerkunica como Vodník fue una de las grandes voces. Amplitud; intensidad: matices y una fuerte presencia escénica realzaron su personaje que se mueve en esa línea que divide el mundo fantástico del real, al cual debe acudir.
Dmitry Golovnin se destacó como un príncipe dividido entre el amor, el interrogante y la pérdida: distintas emociones a plasmar en una línea de canto que lo singulariza, siempre sobria y fluida, en su perfecta afinación y encanto melódico.
Elisabeth Canis encarnó a una Jezibaba tan irónica como despiadada, uno de los vectores que permiten juzgar desde el mundo fantástico las frustraciones del mundo real. Su voz intensa, plena de ese matiz cortante, sarcástico, es una de las exigencias fundamentales del drama y lo cumplió sin hacer de ese personaje un estereotipo. Surge su amplia experiencia en una cuerda a la que se confiere precisamente eso: el espesor y la profundidad.
La soprano Marina Silva, como la princesa extranjera, fue una de las voces femeninas más destacadas: un volumen amplio, una afinación perfecta y los matices que el personaje requiere: desdén, interés, un atisbo de ruindad.
Asimismo, fueron muy efectivas las intervenciones de Sebastián Sorarrain, como el guardabosque y Cecilia Pastawski como el niño de la cocina. Sus papeles son puntos de inflexión en el paso entre los dos mundos y en el desenlace.
Oriana Favaro; Rocío Giordano y Rocío Arbizu, en roles a los que les está confiada la apertura de la ópera y que discurren en intervalos claramente identificables, conformando una sólida unidad, llena de colorido, mostraron la solidez de sus recursos vocales.
También fue destacable la intervención del coro, con voces más allá de la escena.
La puesta
La puesta de Enrique Singer, sobria e imaginativa, permitió hacer tangible un mundo fantástico y reformular el espacio escénico, del cual usó un plano más elevado al del piso del escenario.
Uno de los elementos de mayor peso es el libreto: por el texto en sí –lleno de dolorosa poesía- y por construir un drama cuyos avances, sin posibilidad de retroceso –un ejemplo de ello es que luego de acudir a Jezibaba el siguiente beso de Rusalka al príncipe habrá de ser fatal- trazan un rumbo indeclinable y acumulan intensidad.
Un ser repudiado en dos mundos, condenado a la oscura profundidad, que no puede ni vivir ni morir; una puesta efectiva es la que puede hacer del texto lo que es: algo muy profundo, capaz de irradiar sentidos y suscitar reflexiones y no un simple cuento fantástico.
Eso es lo que logró la puesta –y la exacta iluminación-, permitirnos sentir en cosas como la presencia constante de la luna los cambios de color, el límite no siempre claro entre dos mundos y, particularmente, el desgarramiento de alguien condenado a no poder morar en ninguno.
Con una marcación escénica muy precisa, nada discurrió al azar y sin un propósito.
Rusalka no es sólo una historia fantástica sino una metáfora universal que alcanza a ser tal por la música, para decirnos que la condición de la vida, encerrada en sus apetencias por aquello inaccesible, siempre será incompleta.